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Parte 2 (versión 2)

“Cuando tantos recuerdos se agolpan en la mente, a veces es difícil poder concentrarse en el presente”, se dijo Freya para sus adentros. Esa semana había estado más nostálgica que de costumbre. “No sé si será la edad o el clima”, se preguntó.
Por la mañana, mientras se miraba en el espejo, se vio a sí misma cómo cuando tenía escasos veinte años. Y, en vez de estar colocándose cremas para que las marcas de la piel y el paso del tiempo no se notaran tanto, estaba pintándose los labios de un rojo intenso, que la hacían más firme, más segura de lo que era… Salió del baño de la universidad, con esa imagen juvenil en su rostro, mientras los muchachos se quedaban mirando su boca decorada por ese color que llamaba a la pasión o a lo prohibido. Su destino era la biblioteca, como lo hacía cada día después de su última clase, buscando más material para añadir a lo que su profesor de literatura le explicaba por casi dos horas. Mientras las pesadas pestañas de muchos caían a sumergirse en profundos sueños de vikingos, Freya abría más los ojos, puesto que todo le llamaba la atención, específicamente Jean-Paul, el ayudante de cátedra que tenía unos años más que ella, y hoy estaba exponiendo el tema.
Y allí estaba, frente al mostrador de la bibliotecaria, esperando que su nombre apareciera en la lista de libros prestados. El nórdico antiguo no era nada fácil, y si quería mantener la beca en la Institución debía esforzarse.
De pronto entró un grupo de muchachos y entre ellos estaba Jean-Paul. Vio que saludaba para su lado, y cuando atinó a levantar el brazo para responder al saludo, la bibliotecaria le respondió. Roja de vergüenza, aún más que el lápiz labial que se había puesto, se preguntó cómo podía imaginarse que un chico como él se fijara en una chica como ella. Juntó sus libros prestados y sus pertenencias, y se dirigió afuera a tomar aire. Se sentó en un banco del campus observando la arboleda, cuando una mano tocó su hombro y la sorprendió.
—¡Hey, disculpa! No sé tu nombre, pero esto se te ha caído cuando has salido de la biblioteca. Soy Jean-Paul y, ¿tú?
Ella se quedó atónita, con la mirada clavada en sus ojos como si hubiera visto un fantasma.
—¿Es tuyo? —le volvió a preguntar Jean-Paul.
Freya sólo pudo hacer un gesto de afirmación con la cabeza, pues de su boca no salía ni una palabra. Jean-Paul estiró su mano para devolverle el libro. Le dijo “buenas tardes” y se fue con una sonrisa en el rostro.
Freya se quedó unos segundos inmóvil, viendo como él se marchaba. Movió su cabeza a los lados y se llevó las manos a las mejillas porque un calor repentino se había apoderado de ella. Ella, que era una mujer segura de sí misma, no había podido emitir palabra alguna.
Un ruido la sacó de su momento de ensoñación y se puso a leer el libro que tenía entre sus manos. No recordaba en qué momento lo había agarrado pero allí estaba. Se dio cuenta de que su cabeza no paraba de divagar, y que así no iba a poder concentrarse, así que decidió ir a por un café. La mañana había sido larga y la noche anterior no había podido descansar bien.
En la fila de la cafetería vio a un amigo suyo de la carrera: Einar, un chico que le llamaba poderosamente la atención. Era de mediana estatura pero corpulento, su pelo era castaño claro y sus ojos azules como el mar. Sin duda destacaba de entre los demás, pero no era por eso que Freya había empezado con él su amistad, sino porque él conocía a la perfección la lengua vikinga, algo que, sin duda, los unió. Por ello habían pasado muchas noches de insomnio estudiando en la biblioteca. En sus descansos, él le había contado muchas historias que sus antepasados le habían transmitido y que, desde luego, no salían en los libros.
Cuando Freya iba a saludarlo, sintió que una mano tocaba su hombro. Al darse vuelta vio que era Jean-Paul. Él le sonrió y dijo:
—Volvemos a encontrarnos…
Freya, tomó coraje y esta vez lo saludó.
—Hola, soy Freya. Gracias por el libro. Era mío y me lo había dejado sin querer. Las prisas del día no son buenas… esta mañana he tenido muchas clases y anoche no dormí bien…
Un sinfín de palabras salieron de golpe de su boca y de repente paró de hablar porque se dio cuenta de que nada de lo que trataba de explicar tenía sentido. Estaba claro que su boca iba infinitamente más rápido que su cabeza, y allí estaba otra vez esa sensación de calor que se volvía a apoderar de ella. Tenía ganas de salir corriendo y, cuando vio a Jean-Paul tratar de añadir algo, apareció Einar.
—Hola, Freya.
Ella se giró y suspiró aliviada al reconocer su voz.
—Hola Einar.
—Buenas tardes —saludó Einar a Jean-Paul, quien amablemente respondió.
Einar siguió hablando con Freya.
—He visto que estabas en la fila y me atreví a pedirte tu café preferido: un LatteMachiatto.
Ella le agradeció, tomó el café entre sus manos y ambos se marcharon de la cafetería.
Antes de salir por la puerta, Freya no pudo evitar mirar a su espalda, justo a tiempo de ver como Jean-Paul seguía con la vista clavada en ella.
—¿Qué pasa con él? —La voz de Einar la sacó de sus cavilaciones.
—Nada, sólo que me gusta mucho, a ti no voy a engañarte. En cuanto lo veo, se me disparan las pulsaciones y empiezo a tartamudear; parece que haya pillado alguna enfermedad rara y cuando consigo hablar, no puedo hacerlo sin decir tonterías sin sentido. ¿Crees que es grave.
—Yo diría que bastante —Einar le pasó el brazo sobre los hombros, imaginando que Jean-Paul los debía seguir aún con la vista—, creo que es un caso agudo de enamoramiento platónico.
— ¿Platónico? —a Freya le sorprendió aquella afirmación— ¿Por qué?
— Casi no lo conoces ¿no? Igual se te pasa en unos días, como si fuera un resfriado.
Pero eso no ocurrió. Freya y Jean-Paul empezaron a verse prácticamente todos los días en la cafetería, donde tenían largas conversaciones mirándose a los ojos y descubrieron miles de afinidades que no imaginaban compartir. Llegó un momento en el que a Freya le faltaban sueños sin Jean-Paul. Freya no sabía encontrarlo sin mirar y pensar en él sin sentir un aliento. El tiempo en la cafetería solía detenerse como si las agujas, incesantes en su disputa diaria, hubieran decidido entrelazarse con las armas de la paz eterna. Sus conversaciones seguían resonando en su cabeza durante días como si no existiese más ser viviente en el planeta entero.
Su lugar favorito había cambiado. Ya no deseaba con tanto ahínco asistir a su cita con los libros de la biblioteca, sino que sobraban saltos para llegar a la cafetería y tomar su exquisito LatteMachiatto junto a  Jean-Paul. Y un día, aún con el sabor de la crema del café en los labios, Freya decidió que era con él con quien quería pasar el resto de su vida. Sabía que era demasiado pronto, por supuesto, pero algo le pedía a gritos que le besara con todo el amor que sentía a cada segundo.

Llegó un momento en el tiempo que pasaban en la cafetería fue insuficiente para ellos, así que cogieron la costumbre de volver juntos cada día y aquella atracción inicial fue transformándose en algo mucho mayor, pero ambos no lo tuvieron totalmente claro hasta aquella primera fiesta. Una fiesta organizada por los alumnos a mitad de curso antes de que llegara la peor época de exámenes.
Aquel día tuvo la efervescencia que se produce al descorchar una botella de champán, el fulgor de los fuegos artificiales, la explosión de un volcán en erupción. Allí conoció a uno de los mejores amigos de Jean-Paul.
—¡Jean-Paul! —se escuchó una voz tras ellos y ambos se giraron.
—¡Axel! Dijiste que no podrías venir.
—Al final he podido evitar la cena familiar, me apetecía más una buena fiesta —mientras hablaba, Axel no apartaba la vista de aquella chica preciosa que iba de la mano de Jean-Paul— ¿No me presentas a tu amiga?
—Claro, ella es Freya —la miró y le guiñó un ojo—, este es Axel, mi mejor amigo desde que éramos unos críos.
Jean-Paul conocía muy bien a su amigo y detectó rápidamente el deseo en sus ojos por Freya, por lo que le hizo un gesto de aviso para que ni siquiera intentara lo que estaba pensando. Axel se dio por aludido y desapareció al cabo de un rato. Jean-Paul estaba decidido a que aquella noche fuera especial y lo consiguió.
Todo resultó fantástico. Bailaron rodeados de sus amigos y cuando ya llevaban un par de horas y unas cuantas copas de más, se apartaron del resto para seguir solos aquella larga noche. La primera de muchas. La primera que abriría el camino de una larga relación, que en los primeros años resultó idílica. Se enamoraron como no imaginaban que podrían hacerlo.

Su querido Einar insistía a Freya en que su amor con Jean-Paul sería como el de los libros nórdicos de mitos y leyendas, y repetía una y otra vez que Freya daría imagen a la diosa que llevaba su nombre en la mitología. Así pues, con la idea de ser reina y señora del amor, encabezando a las valkirias, se dispuso a amar sin compasión hasta que doliera…
Y dolió con tanto amor que jamás dejaría de ver su joven rostro en el espejo, una sombra de lo que era ahora lleno de cremas y ungüentos contra las manchas. Y, sin embargo, bastó darse la vuelta para comprender que ahora Jean-Paul ya no estaba y, en su lugar, Axel se adueñaba de su alma. Y, como su mente repetía de vez en cuando, una lágrima de oro rojo corrió por la mejilla derecha de la diosa Freya, esta vez llena de felicidad.

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